arroz con leche

sitio para hombres solos o rechazados, sin suerte con las mujeres

miércoles, 8 de noviembre de 2006

Memorias de un desgraciado

Voy a contarles mi historia. No es una historia de amor ni tiene un final feliz, pero es la única que tengo, por haber nacido así feo, muy feo.

Para empezar, mi padre era imbécil; trabajaba en un banco y o despidieron por robar bolígrafos. Cuando nací, el doctor fue a la sala de espera y le dijo a mi padre: “hicimos lo que pudimos, pero salio”. Mi madre no sabia si quedarse conmigo o con la placenta. Como era prematuro, me metieron en una incubadora, con vidrios polarizados.

Mi madre nunca me dio de pecho, por que me decía que solo me quería como amigo. De modo que, en vez de darme de pecho, me daba la espalda. Y es por esa razón que debo haber quedado pequeño, tan pequeño que, en lugar de ser enano, soy profundo. De pequeño iba por los cuarteles para que me gritaran: ¡Alto! ¡Alto!

Muy pronto sospeché que mis padres me odiaban, ya que mis juguetes para la bañera eran una radio y tostador eléctrico. Yo siempre fui muy peludo. A mi madre siempre le preguntaban: “Señora, a su hijo, ¿lo parió o lo tejió?”. Para colmo era muy flaco, tan flaco que para lograr hacer sombra tenia que pasar dos veces por el mismo lugar.

Mi padre llevaba en su billetera la foto del niño que ya venia en ella cuando la compro. Mi madre tenia que atarme un trozo de carne al cuello para que el perro jugara conmigo. Si, amigos. Yo soy feo, tan feo que una vez me atropello un carro y quedé mejor. Cuando me secuestraron, los secuestradores mandaron un dedo mío a mis padres para pedir recompensa. Mi padre les contestó que quería más pruebas. Yo creo que no pagaron el rescate, porque en casa éramos muy pobres, pero eso sí, a pesar de nuestra situación económica, somos muy honrados. Mi padre era tan honrado que un día encontró trabajo y lo devolvió.

Por eso tuve que trabajar desde pequeño. Trabajé en una tienda de animales y la gente no paraba de preguntarme cuánto costaba yo. Un día llamó una chica a mi casa diciéndome: “Ven a mi casa que no hay nadie”, cuando llegué no había nadie. El psiquiatra me dijo que yo era un paranoico. Yo le dije que quería escuchar una segunda opinión. “De acuerdo, de acuerdo además de paranoico, es usted muy feo”, me dijo. Una vez me encontré con las autoridades sanitarias. Me ofrecieron un cigarro.

Una vez cuando me iba a suicidar tirándome desde la azotea de un edificio de 50 pisos, mandaron a darme las palabras de aliento. Sus palabras fueron: “En sus marcas, listos…”. En otra ocasión ingerí un frasco entero de tranquilizantes. El doctor me dijo: “Tómese una copa y acuéstese un poco”. El último deseo de mi padre antes de morir era que me sentara en sus piernas. Lo habían condenado a la silla eléctrica.

Tomado de una de esas cosas que uno recibe por e-mail.